Quien permite angustia,
¿Qué inspector, qué cómico desquiciado mira sesgadamente y dicta que este es su deseo?
Salió la luna. Salió la muerte.
Tumbado, alerta, sentí la aflicción del techo, de las voces que, en cada canto de mi mente, no cesaban
¿Por qué a mí? ¿Por qué tuve que vivir eso? No lo sé.
Eran las dos o las tres, no lo recuerdo, tampoco importa.
Comenzó la pena con dos cervezas que mutaron en whisky.
Solo dos. No más.
Aquí importaba la prórroga.
Husmeé en los cajones, como un cerdo trufero
(definición nunca mejor ajustada a mí mismo).
Sabía lo que buscaba.
Luché por no hacerlo, lo juro,
pero mi cabeza bramaba, humeaba, se retorcía.
No buscaba con ello dolor, sino anestesia.
Llegó el veneno, elixir dulce,
que entra solo con respirar.
Un vidrio precioso reflejaba la luz de la habitación:
tenues luces en un mar de noche,
como mi vida entera.
Sobre él, amargo y dulce cianuro.
En mi garganta, amargor;
en mi cabeza, dialéctica enfermiza;
en mi alma, oscuridad.
La amargura crecía, poco a poco, sin prisa.
Pero mi pureza – la poca que quedaba – mermó.
Joaquín Jiménez del Amo.



