Yo fui un chaval majo. Los docentes me tenían aprecio, y los compañeros me querían. Entonces mi historia personal es diferente. Es una historia atípica, ya que yo sufrí el desprecio por parte de los adultos. Unos adultos, que podían haberme perdonado, pero que no lo hicieron, y que me crucificaron. Pensaréis que exagero. Yo lo recuerdo con mucha angustia. Una herida, que ha tardado más de treinta años en cicatrizar, y que es ahora, cuando yo empiezo, a perdonar.
Si que es verdad que yo había cometido un hurto, y que mi mejor amigo era un: ladrón, y que me había arrastrado a serlo yo. Pero las personas que podían haber tenido tacto no lo tuvieron. No se trataba solamente de castigar una mala acción. Lo que sucedió, aún hoy no lo comprendo. Por llevarme mil pesetas de un cajón, (seis euros) me tocó lidiar, con un castigo muy severo.
Estuvimos sirviendo las mesas a los niños en el comedor, y a los responsables del colegio, durante meses interminables. Yo había sido delegado de la clase, y representante del alumnado. Y cada mediodía, servía en el comedor, al igual que los otros tres: ladrones. Se me retiró el cargo de delegado, y también de representante del alumnado. Y cada día, los niños y las niñas, aprovechaban para preguntarme por: cosas de la vida. Y yo seguía siendo ese chaval majo y apañado. Y empezaron a llamarme: el jefe de los ladrones. Pero algo en mi cerebro, hizo: clic. Era inusual, que el maltrato viniera, de mis propios docentes. Y yo solo tenía, trece años.
Algunas secuelas, nunca se curan. En mi memoria, yo siempre seré: el jefe de los ladrones.
Javier Carulla



